No puedo dormir, la noche se llevó mis sueños.
Seguramente fue el sapo que me comí. Bien me dijo mi madre que no me lo comiera. Pero ganas no me faltaron y antes de que pudiera evaluar mis opciones, el pobre sapo ya estaba en mi boca. Poco me faltó para tragármelo entero.
No me duele el estómago ni nada, simplemente no puedo dormir. Creo que lo que me despertó fue el cosquilleo de la sangre del sapo, mezclándose con la mía. Es una sensación extraña, pero al mismo tiempo emocionante. Después de darle veinte vueltas a la cama decidí levantarme para investigar. Encontré en un blog que hay una receta especial para cada especie de anfibio. De acuerdo a las características de mi sapo es necesario cocinarlo por ocho horas a fuego lento y con mucha sal, posteriormente, despellejarlo y quitarle los ojos.
Advertencia: el sapo puede saltar de la olla si la flama se encuentra muy alta.
Todas las recetas daban las mismas instrucciones, las mismas que yo seguí. Pero en ninguna encontré por qué mi sapo me había quitado el sueño. Desperté a mi madre en la madrugada para preguntarle si le habíamos añadido suficiente sal, pero se enojó conmigo y me reclamó que regresara a dormir. Entonces bajé a la cocina para buscar entre la basura los ojos del sapo. Recordé haber visto una receta que decía que si los ojos del sapo se tornaban blancos, significaba que el sapo ya estaba pasado y lo mejor era guisarlo con mucha cebolla y jitomate. Pero cuando encontré los ojos, tenían su color particular entre lo amarillo y lo café, nada fuera de lugar. Por curiosidad, o no sé por qué razón, me llevé los ojos a mi habitación. Había decidido que lo mejor era intentar conciliar el sueño y en la mañana siguiente retomaría mi investigación. Para poder dormir, leí un poco, bebí leche caliente, medité un rato y por fin pude encontrar el descanso.
Mi celebración duró unas pocas horas hasta que me volví a despertar en la madrugada, pero esta vez con un punzante dolor en los ojos. Sentía que unas lágrimas espesas y apestosas corrían por toda mi cara, pero no podía percibir mis ojos. El susto me hizo gritar por mi madre quién llegó tan rápido como pudo, entre sábanas y chanclas a medias. Supongo que la imagen la horrorizó tanto que ella se unió a mi grito mientras tocaba mi cara, tratando de limpiar mis lágrimas pesadas. Pronto descubrí que mis ojos sangraban.
Después de intentar ponerme mis zapatos sin éxito, nos subimos al carro y me llevó al médico. Cuando llegamos me atendieron rápidamente y me empezaron a hacer las típicas preguntas de una visita al hospital: que qué me duele, que qué estaba haciendo, que si soy alérgica a algún medicamento, que qué comí... Al escuchar mi travesía con el sapo, una de las enfermeras que tenía las orejas más grandes que un elefante, me preguntó que si lo había cocido por ocho horas y que si le había añadido suficiente sal, a lo que yo asentí con mi cabeza. Después me preguntó por el color de los ojos, a lo que yo respondí que no eran blancos. El médico le dijo a mi madre que era necesario traer los ojos del sapo para observarlos y definir algún tratamiento para mí. De nuevo, no sé porqué razón, pero me pareció prudente dormir con los ojos del sapo entre mis manos, y no me acordaba que seguían ahí hasta que los mencionaron, afortunadamente no los había aplastado así que se los extendí al médico. Cuando la enfermera los vió, le susurró algo al médico y este asintió, después nos pidieron que regresáramos a la sala de espera mientras preparaban unas cosas.
Unas horas después, la misma enfermera nos pidió a mi madre y a mí que pasáramos al consultorio. Cuando llegamos, el efecto de la medicina que me habían dado cuándo llegué a la consulta ya había hecho efecto, y ya no sangraban mis ojos así que me atreví a abrirlos. Me asusté cuando pude ver la habitación desde casi todos sus ángulos. El efecto repentino me mareó y tuve que apoyarme del brazo de mi madre para no perder el balance. La enfermera también se unió al rescate y me ayudó a sentarme. Poco después nos empezó a explicar lo que me había pasado.
Salimos del hospital y llegamos a casa, todavía no me acostumbraba a la nueva visión pero aprendí que si cerraba un ojo podía enfocar un poco más. Cuando regresé a mi cuarto, ya había amanecido, tenía que prepararme para ir a la escuela. Como pude me bañé, me puse mi uniforme y bajé a la cocina a desayunar. En lugar de preparar el habitual huevo a la mexicana, mi madre puso en mi plato unos tacos de caracoles y arroz con patas de arañas.
—Tendrás que acostumbrarte —me explicó.
Sin otra opción, comí el desayuno y me encaminé a lo que sería mi último día en la escuela. Nunca los solté: entre mis manos, casi apretados, llevaba mis ojos.